Para saber si alguien se aleja sólo tienes que mirar sus pies. Seguir las huellas para ver lo lejos que queda y gritar por si te oye. Estará lejos si un mar lo arrastra y no lo encuentras en tu puerta.
Está llegando tan lejos que apenas puedes dibujar su cara y se escapa como el agua que deja las manos frías. Ves cómo se va y no sabes cómo pararlo. Está ocurriendo: se convierte en impotencia lo que antes era desdén. Igual que en casa, impaciente, lo esperas. Escuchas pasos al otro lado de la puerta y tus pupilas se dilatan ensayando qué decir o improvisando en qué porción de piel será el primer beso del día. El sonido se difumina y extingue como la respiración que retienes para morir al final de la escalera.
Pero lo más importante, triste y agotador, es que si deja de sorprenderte que alguien se aleje de ti es porque quien está lejos de todo eres tú. Y podrás andar hasta desgastarte, llorar hasta ahogarte o mentirte hasta engañarte, porque si no lo coges hoy, habrás perdido el camino de vuelta para siempre. Así, sin más.