Nací en el año 1971, mi clon quince años antes.
Desde que tenía seis años, mi padre, un hippie melenudo, me educó para ser un alma libre, pero yo tenía claro que lo mío eran los trajes y no las chilabas. Estudié para ser cables y comía cada día con mi novia, una chica de pelo corto y uñas rojas. Fanático del orden, colocaba en la estantería mi colección de meteoritos esperando, algún día, poder formar mi propio planeta y conquistarlo.
Mi clon se llama Luis y es carretillero jefe. Pese a ser una copia de mi cuerpo, es algo más feo que yo. Coincidí con él un día de marzo comprando un colador en una tienda de cacharros para el hogar. Sorprendí a aquel hombre mirándome fijamente, con dos cucharas soperas en la mano, como si yo fuese un fantasma. Me dijo que era mi clon, que sabía que existía un original, yo, y que tenía que matarme o fusionarse conmigo. A mí lo de la fusión no me gustó del todo pero pensé que al menos podíamos ser amigos.
Le invité a mi cumpleaños, había comprado una tarta de fresas naturales con mermelada muy espesa. Juntos en mi casa descubrimos que no teníamos nada en común. Él era hippie, tenía el pelo fosco y largo, vestía con una especie de camisa mao y sandalias de cuero. Yo le recibí con camisa pero sin corbata, informal. No tenía estudios, pero sí tres hijos pelirrojos. Me preguntó si estaba casado y mientras observaba mi cara de perro abandonado, le dije que mi novia me había dejado al acabar sus exámenes tres semanas antes. Me dio un abrazo de consuelo y… Mierda!
La fusión…
Hoy me llamo Pucho, son un bulldog francés y creo que tengo un clon en algún lugar de esta ciudad. No pienso averiguarlo.